Las personas que pierden a un ser querido, en este caso a un hijo, viven un duelo o proceso de adaptación que ayuda a restablecer el equilibrio personal y familiar roto por el fallecimiento y que se caracteriza por tres fases: tristeza, pérdida e integración. En caso de que el niño o adolescente esté enfermo y haya previsión de muerte, el duelo de los padres comienza desde el momento en que se conoce esta circunstancia. Cuando el niño muere de manera repentina e inesperada, se produce un shock que sume en el caos y la depresión a los familiares. (…)
Cada padre y madre vivirá el duelo por la muerte de su hijo de una manera única y diferente, pero existen algunas orientaciones (…):
Aceptar que el duelo aparecerá y lleva su proceso y tiempo distinto para cada persona. Esta experiencia cumple la función de ayudar a la adaptación ante la pérdida del hijo y a mantener el vínculo afectivo con la persona fallecida para que resulte compatible con la realidad cotidiana de los padres. El duelo también deja espacio para momentos de recuperar la alegría, la sonrisa o el disfrute ante las nuevas experiencias de la vida y hay que permitírselos sin culpabilidad.
- Solicitar ayuda para transitar por el duelo si se necesita. En la muerte, como en la vida, se hace camino al andar y si en ese recorrido de la experiencia de la muerte de un hijo, los padres sienten que necesitan apoyo profesional, ¿por qué no solicitarlo?
- La comunicación entre los padres para poder expresar lo que sienten ante la muerte de su hijo. Darse permiso, sin culpabilizarse, para vivir los sentimientos y emociones que aparecen de manera habitual en estos casos como: la tristeza, el pánico, la impotencia, el enfado, la rabia o incluso la sensación de alivio por la muerte de su hijo al interpretar que de esa manera no sufre más tras una larga enfermedad.
- Evitar las mentiras con el niño o adolescente que va a morir. Si el niño solicita información sobre su situación, qué le va a ocurrir o hace preguntas como ¿voy a morir?, se puede adaptar el mensaje para que sea acorde a su edad o preguntarle, ¿qué te preocupa? para motivarle a explorar y expresar sus propias emociones al respecto. Todo se puede abordar desde la honestidad, el amor y la compasión. No obstante, hay que tener en cuenta que los niños viven su propia muerte de una manera más sencilla y natural que los adultos, porque tienen menos prejuicios y experiencia sobre el tema.
- La vulnerabilidad o el coraje son dos opciones para despedir al hijo que va a morir. Cuando los padres están en la traumática y complicada situación de despedirse de su hijo que va a fallecer, la autenticidad puede ser la forma más respetuosa de decir adiós. Aceptar todo lo que salga del corazón, como las lágrimas y la tristeza, puede ser una opción, pero también el hecho de hacer un último esfuerzo de coraje al mostrar solidez para acompañar al hijo en sus últimos pasos de vida.
- Ritualizar la despedida del fallecimiento del hijo con un acto íntimo familiar que ayude a integrar la pérdida y que sea diferente al entierro o la cremación. Puede tratarse de la lectura de poesía, cartas o la escucha de determinadas canciones significativas. Un acto que conecte a la familia con el hijo que murió y que se puede repetir tantas veces como sea necesario.
- Recoger y recordar el legado del hijo fallecido con una acción en su honor que se mantenga en el tiempo. Preguntarse ¿qué hubiese hecho mi hijo en esta vida de no haber fallecido? El abanico de posibilidades puede ser muy amplio, desde ser voluntario para ayudar en determinadas causas sociales a colaborar con una asociación sin ánimo de lucro. Continuar ese legado, conectado con el alma del hijo fallecido por parte de los padres, puede ayudar a integrar el duelo por la pérdida.(…)
La muerte de un ser querido, en este caso un hijo, puede resultar muy dolorosa pero también transformadora, como en alguno de los casos que nos cuentan Vicente Arraez y Tew Bunnag, que han acompañado a niños a la hora de morir, así como a sus familiares.
“La enfermedad y la muerte nos pueden aportar una conexión con nuestra parte espiritual más allá del cuerpo físico, como en el caso de un niño recién nacido con una enfermedad congénita y que iba a morir. Su madre tenía la expectativa de su recuperación, hasta que un día me llamó y me dijo que se había dado cuenta de que su bebé se comunicaba con ella a través de la mirada y se establecía una gran conexión entre los dos. La madre entendió que había llegado la hora de quitar el respirador a su hijo y despedirse. Cuando llegó ese momento, con un silencio absoluto, quienes estábamos acompañándoles, sentimos alrededor una paz inmensa, amor y compasión”.
“Cuando llegan los últimos instantes de la vida de un niño o adolescente se percibe en su rostro que alcanzan una gran serenidad y paz profunda, a pesar del dolor que hayan sufrido por una enfermedad. Suele ocurrir que experimenten episodios como que su abuelo les ha venido a visitar, aunque esté muerto. Y es que en la muerte, como en el nacimiento, se producen fenómenos inexplicables a través de la razón, que conviene no desechar ni racionalizar, porque entonces perdemos el valioso misterio que nos ofrecen esos momentos tan transformadores”.
(El País, 26/04/2018)