La muerte y la vida

La muerte o nos humaniza o  nos enferma, o nos hace sencillos y desprendidos y nos ayuda a descubrir nuevos y sólidos valores o nos lanza al abismo de la oscuridad, del sinsentido y  de la soledad.

Y así es, en realidad. Repasando mi experiencia personal de pérdida de  personas significativas, puedo constatar que la muerte tiene ese poder de enseñar a vivir, de entregarnos un paquete de lecciones capaces de humanizarnos a la vez que de rompernos el corazón.

Recuerdo perfectamente los duelos más significativos de mi vida. No sé si, en realidad, nuestra vida no quede marcada en muy buena medida por los duelos y por el modo cómo los vivimos.

Recuerdo el primero, el de mi abuelo, a mis 9 años. Me despertó mi padre por la mañana llorando y diciéndomelo. La vida no consistía sólo en ir a la escuela y jugar con la bicicleta; mi abuelo me había hecho promesas… que no se cumplirían nunca; ya no me llevaría a escondidas en el remolque al campo. Vi como mis familiares se reunían en las tardes para rezar el rosario en la cocina: ¡qué solidaridad para con mi abuela!

Recuerdo, la muerte de mi hermano a sus 19 años. Yo tenía 14 años. Una llamada de teléfono, un helado tirado a la basura, un viaje de 250 kilómetros “matando en mi mente a cada uno de los 7 hermanos”  porque no sabía cuál se había ahogado, una madre desesperada, un padre que habría preferido ocupar el puesto de su hijo muerto.

¡Cómo no me iba a enseñar algo aquella muerte!

Y cómo no voy a recordar la muerte de mi padre, a sus 64 años después de años de acompañamiento en los procesos de enfermedad, ¡Cómo no me iba a enseñar algo aquella muerte!

No podemos amar sin dolernos

El duelo es un indicador de amor, como el modo de vivirlo es también de la solidaridad y del reconocimiento de nuestras  limitaciones.

Los duelos  bien trabajados,  pueden darnos una  oportunidad para reconstruir lazos que estaban rotos o debilitados, para aprender de nuevas relaciones, para dejarse cuidar y querer, para cultivar el sano recuerdo y darle el valor que tiene a la memoria, para reconocer el poder humanizador de las lágrimas.

José C. Bermejo.