Pese a que nuestro impulso inicial sea proteger a los niños apartándolos de lo que ha ocurrido, la muerte del ser querido se ha de comunicar lo antes posible. La noticia tiene que ser trasmitida por alguien de confianza con quien el niño tenga un vínculo afectivo fuerte. La mejor opción si es posible será uno de los padres.
Pero la pregunta que surge es ¿y qué le decimos? Le decimos la verdad, graduada y adaptada a su capacidad de entender, sin utilizar eufemismos que pueden confundirle, perdiendo el miedo a utilizar la palabra muerte.
Intentaremos, según la edad, ponerle ejemplos cercanos de fallecimientos que ya han ocurrido (el abuelito de su amiga, el perro del vecino, etc.) para que el niño pueda asociar conceptos y entender la irreversibilidad de la muerte. Es importante además que le hablemos de lo que significa estar muerto, el final de la vida, no poder ver, ni oír, etc. Asimismo, intentaremos darle esperanza explicándole que el vínculo con esa persona sigue vivo en el recuerdo.Además intentaremos proporcionarles un entorno de seguridad y tranquilidad, sin dar toda la información de golpe. Tanto la excesiva información, por ejemplo de detalles morbosos, como el defecto de la misma, por ejemplo decir que “papá se ha ido de viaje”, no son recomendables.
Por ello, para saber la justa medida de la información, el niño necesita que estemos muy atentos a sus preguntas tanto en el momento como tiempo después. Observar
al niño es el mejor “termómetro” para saber qué necesita en cada momento y poder adaptarnos a sus necesidades.
(Libro: Mamá, papá ¿Qué es la muerte?)